Yo, Draco Cornelius Rosa, que paseo lento y tranquilo por la vida como albacea de mis veintisiete
años, habiendo sido iniciado y purificado por la naturaleza, y viéndome ahora esclavizado en los
pasillos de la nada, tomo asiento en la sociedad de la libertad ficticia, y pidiendo disculpas por la
herejía, valido mi venta al Diablo por un tiempo limitado.
Tanta es la desesperación en un hombre atormentado, que lo hace camuflarse en la luz entre
millones de almas malhumoradas, suspensas en el canto de la lluvia, y pedir, con exclamaciones
rotas, asilo en lo sobrenatural.
Y sólo porque considera que la carne de los rituales vacíos de ayer aún sangra por sus ojos
atolondrados, trasciende una y otra vez la divinidad de los héroes y los mitos, y vuelve a definir su
aprecio por ideales más altos.
Luego está el fracaso, como un misterio desvelado, como el final de toda posibilidad. La intuición
del ciego se cancela, los gallos enloquecen, se activa el código Morse de la vena que desea y nunca tiene y asoma la locura, atada a un lirismo vapuleado, confundiendo deseos con predestinación.
Yo la he sentido, ligera o lenta, Hermosa o fea, liberada al fin de obligaciones sociales.
¡Recorred vuestras vidas! El habitante interior es acción y alquimia. Mágico en su primer vuelo.
Es iconoclasta, pero vive más allá de una realidad visible ligado a su propio misticismo.
Parece cansado e incapaz ya de distinguir las voces de los licántopos. Teme la mutación inmediata,
la risa obvia. Que el habitante interior nunca olvide el ojo avizor mientras divague en la distorsión, pues está necesitado de virtud en su excéntrico camino hacia Dios. -Draco-